Facebook

1 jul 2019

No por madrugar



Amo dormir. Es uno de los placeres que aún a estas alturas de mi vida puedo permitirme. Y de los que no me dejan remordimientos.

Nunca estoy pendiente de la hora de despertarme. No me preocupa. Por lo general suelo despertar faltando poco para el almuerzo y aun deambulo un rato más por la sala de mi casa despejando el malestar del insomnio.

¡Qué puedo decir!

Jamás entendí cómo alguien puede levantarse todos los días, durante toda su vida, a las cinco de la mañana solo para trabajar. De locos.

Una vez acepté un empleo de reemplazo en un centro educativo. Fue la experiencia más amarga de mi vida. La institución quedaba a casi dos horas de donde vivía yo. Y todos teníamos que marcar la tarjeta de entrada a las siete en punto. ¡Una locura!

Al principio me pareció un reto bastante aceptable. Lógicamente, lo tomé con humor. Ya saben, por aquello de probar nuevas experiencias y cosas así.

Grave error.

Acostumbrado como estaba a levantarme hasta entrada la tarde, no calculé bien los estragos que aquel cambio de hábitos podría hacerle a mi cuerpo y en especial a mi cerebro.

Sobre todo a mi cerebro.

El primer día tu cerebro se desconcierta, no sabe qué demonios está ocurriendo. Y lo único que se le ocurre ordenar al cuerpo, casi por instinto, es que no se levante.

Y si eso no da resultado, entonces sí que estamos en problemas.

Si, a pesar de todo hacemos el esfuerzo sobrehumano de levantarnos, nuestro cerebro tiene muchos recursos de los que echar mano: Es imposible abrir los ojos y los pies se niegan a dar un paso.

Y si logramos arrastrar nuestra inerte humanidad casi inconsciente hasta el baño, descubrimos que abrir los ojos nos duele hasta morir, teniendo esa sensación de tener arena en los ojos.

¿No me creen? Acuéstense a las dos am y traten de levantarse tan solo tres horas más tarde. 

Es la peor tortura a la que podemos someter nuestro cuerpo.

Por si aquello no fuera poco, al día siguiente el malestar que se apodera de ti es horrible. No sabes qué demonios quieres. Te da una crisis de identidad que te mueres. No sabes si tienes hambre, si tienes sueño -aunque es evidente que tus síntomas son provocados por la falta de sueño-, si quieres irte o regresar. No sabes si reírte o empezar a llorar.

Y la idea de estar acostado, bien arropadito y descansando se te antoja el cielo.

Y te la pasas contando las horas para llegar a tu cama y echarte a dormir como oso en invierno. Y eso en tan solo unas pocas horas.

Pero hay quienes son más optimistas y tratan de consolarnos que el cuerpo se adapta. Eso es cierto. El cuerpo se adapta hasta a la tortura. Pero eso no implica que dejemos de sufrir las consecuencias.

Cuando sentimos dolor o sufrimiento, el cuerpo tiene esa maravillosa capacidad de adaptación que, a primera vista, puede parecernos que el dolor o el sufrimiento ha cesado o a disminuido. Error.

No se ustedes, pero yo no he visto a nadie que tenga o goce de excelente salud despertándose a las 5 de la mañana. Si bien su cuerpo se adaptará a semejante tortura, las huellas que este martirio dejará en su semblante y en todo su cuerpo serán para siempre, a menos que cambie sus hábitos.

La gente del campo se levanta al amanecer. Sí. Pero su hora de acostarse es prácticamente apenas empieza la noche.

Sacrificar horas de sueño solo porque no tuviste el suficiente coraje de hacer de tu vida algo que valiera la pena, no es algo con lo que yo esté de acuerdo. Que hay gente que vive así. 

Pues allá ellos.

A mí me encanta dormir. ¿A quién no? Y estoy seguro que todos elegirían quedarse en la cama si pudieran elegir hacerlo. Sé que a nadie le importaría aquello de “a quien madruga, Dios lo ayuda”. Pues no creo que por mucho madrugar amanezca más temprano.

27 mar 2017

Cruelmente sincero




Dicen que tengo un genio terrible.

A lo mejor tienen razón, no lo niego. Aunque yo prefiero pensar que lo que soy es intolerante a la tontería del prójimo.

Me deprime pensar que la mayoría de la gente suele confundir actitud con voluntad.

Te piden un favor, y cuando dices que no, casi invariablemente exclaman: ¿No puedes?

Es allí cuando mi respuesta los desubica y suelen catalogarme como grosero e insolente.

Quien es más educado suele decir que soy mal educado.

Es que no es lo mismo que yo esté preparado psicológicamente para hacer algún favor (actitud) a que quiera hacer ese favor (voluntad)

No, no es lo mismo.

—¿No puedes? —pregunta casi inevitablemente mi interlocutor tras recibir mi negativa a su pedido.

—Yo sí puedo —es mi respuesta—. Lo que pasa es que no quiero.

Y allí es cuando saltan las lucecitas de alarma en el cerebro de mi interlocutor.

Confunde mi respuesta como una clara invitación a la agresión.

Los primeros segundos los toma para procesar mis palabras, tratando de hallarle algún significado, y, al no hallarlo, pues mi respuesta no concuerda con ningún archivo de su cerebro que se acomode a las posibles respuestas que esperaba recibir, su cerebro reacciona interpretando mi respuesta como una posible agresión.

Hay quienes no dicen una sola palabra más, dan media vuelta, disimulan una mueca que difícilmente puede llamarse sonrisa y desaparecen.

Es seguro que después de aquello esa persona se vuelve mi enemigo gratuito.

Sólo por el hecho de haber sido sincero, cruelmente sincero, lo admito.

Aunque lo de cruel es bastante discutible pues tratar de utilizar apropiadamente los conceptos no debería ser sinónimo de crueldad, y utilizar adecuadamente las palabras en muchos casos, por no decir en todos, se me ha tachado de antisocial.

Y aquí otra vez hago énfasis al significado literal de antisocial y no al concepto peyorativo: No ser sociable.

Si tengo suerte, la cosa queda allí y no pasa a mayores.

Tengo un “amigo” menos, que se convierte en un enemigo gratuito más, dispuesto a aprovechar la menor oportunidad para ponerme el pie y tirarme al suelo para alegrarse al verme caer y eso es todo.

Si no tengo suerte la cosa no para ahí.

Si por mi mala suerte alguien estaba junto a nosotros escuchando la conversación tengo que soportar sus reproches:

—No puedes decirle eso a todos —dicen como tratando de darme lecciones de moral y buenas costumbres.

—Sí puedo —es mi siguiente explicación, tratando de dulcificar mi tono de voz—, querrás decir que no debo.

Y debo enfrentarme nuevamente a esa expresión de “eres un ser insoportable” otra vez.

Algún día me gustaría toparme con alguien tan insoportable como yo.

2 feb 2017

El Idiota


Siempre tuve la sensación de haber nacido para algo especial. No sé. Pero esa siempre ha sido mi idea. No puedo aceptar simplemente que yo haya nacido para no ser nada ni nadie. Me resistía a aceptar que mi vida hasta hoy, a mis cuarenta y cinco años, no signifique nada.
Conocía a muchísima gente que a mi edad, incluso mucho antes, ya se habían convertido en alguien especial. Alguien verdaderamente importante.

Desgraciadamente también conocía muchísimos casos de gente que a mi edad seguían siendo unos don nadie.



Pero eso a mí me tenía sin cuidado.

Estaba seguro que había nacido para ser la diferencia. No sé en qué pero yo iba a ser la diferencia.

Solo tenía que encontrar para lo que había venido a este mundo y entonces todo estaría más claro.

Pero el tiempo se me agotaba.

Con cuarenta y cinco años a mis espaldas la cosa ya no pintaba nada bien. No es que sea pesimista pero tampoco se trata de ser iluso.

No es lo mismo estar dispuesto a lo que sea a los cuarenta y cinco años que a los veinticinco.

Que la cosa ya es para pensarlo en serio.

Y no es que sea un pesimista empedernido, no. Suelo ser muy optimista.

Pero, vamos que tampoco es para tanto. Si el coche se me descompone a medio camino pues que a lo mejor era porque podría haber tenido un accidente, o cosas así.

Que siempre trato de ver el lado bueno de cada situación. Que la vida no es tan mala después de todo.

Con sus altos y bajos como cualquiera pero disfrutable a fin de cuentas.

Que mi vida había sido como la de cualquiera.

Y allí estaba el detalle.

Que allí estaba lo que no me cuadraba. Que me la he pasado esperando casi medio siglo para saber para qué carajos vine yo a este mundo y nada.

Que a lo mejor me tocaba conformarme con ser uno más del montón. Uno de aquellos tipos anónimos que deambulan por las calles sin rumbo y sin propósito. Solo haciendo lo que había venido a hacer: nada.

¿Y si ese era mi cometido?

Si mi destino en esta vida era como la de muchos de este mundo: no hacer nada.

O a lo mejor yo he venido a este mundo precisamente a eso: a no ser nada ni nadie.

Y pasa que me estoy complicando la vida por nada.

Un día leí que hubo una hormiga que a mala hora se le ocurrió nacer a las seis de la mañana y para colmo de males le tocó morir ese mismo día a las seis de la tarde.

Hombre, que esa pobre hormiga murió convencida que no existía noche. Que no había nada más allá después de las seis de la tarde. 

Y ya me la imaginaba yo a la hormiga discutiendo a muerte con todo aquel que osara contradecirla.

Estaba como para morirse.

A lo mejor mi destino era como el de esa hormiga. Morir sin hacer nada.

Y para colmo morir completamente idiota. ¿Se podía uno morir sabiéndose idiota? Hasta donde yo sé ningún idiota ha aceptado serlo. Siempre han sido los demás quienes han tratado de convencerlo de su idiotez.

Y estaba otro detalle: todos los idiotas eran felices. O, por lo menos aparentaban felicidad.

¿La hormiga idiota moriría feliz?

No creo que volverse idiota fuese un requisito indispensable para ser feliz. ¿O será que por eso no soy feliz? A lo mejor, debo volverme idiota para aceptar que vine a este mundo a no ser ninguna diferencia y poder ser feliz.

Cielos, cuarenta y cinco años buscando la razón de mi existencia y resulta que debo ser idiota para que mi vida tenga sentido.

Debía encontrar la paz en la idiotez.

Imagínense. Haber tú, me dirán un día, ¿a qué has venido a este mundo? “A ser idiota” respondería yo con la mejor de mis sonrisas. 

Y es que es así.

Llevo cuarenta y cinco años tratando de encontrar sentido a mi vida y resulta que ahora que me siento idiota, la vida tiene sentido.

Sí.

Al menos ahora que lo pienso bien ya no me siento idiota siendo idiota, ahora ya era un idiota feliz. Y podría decirse que ahora la idea ya no me resulta tan descabellada.

A lo mejor vale la pena ser idiota.

22 ene 2016

Mi hija escritora


Recibí una llamada de mi hija.

—Hola, ratoncita —me apresuré a contestar, brincando de júbilo.

—¡Papi!! —casi me rompe el tímpano al otro lado del teléfono.

—Dígame, mi amor —seguí yo, meloso. Ya saben que me encanta hablar con mi hija. Así sea por teléfono. 

La muy ingrata apenas si me llama una o dos veces por semana. Y eso, si está de humor.

Cuando se trata de mí, olvida que tiene Facebook, Twitter, Whatsapp, Instagram, y no se qué demonios más.

—Vamos a comer. Tengo muchas cosas que contarte.

—¿En serio? —fingí asombro.

—¿A qué no sabes lo que hice? —me lanzó.

Me detuve en seco en mi ademán de abrir la puerta del baño.

Eran las siete de la noche y un poquito más y a esas horas suelo tomar mi baño religiosamente.

—¿Qué hiciste? —esta vez no fingí asombro.

—Vamos a comer, ahí te cuento.

—Adelántame un poquito, ya me dejaste intrigado.

Escuché una gran risotada como respuesta. Pero eso solo tuvo la mala fortuna de intrigarme más.

Me bañé en lo que canta un gallo. Y me vestí con lo primero que encontré en el closet.

Solo podía pensar en lo que mi hija me había dicho. Conociéndola tenía que estar preparado para lo peor.

Cuando llegué al lugar donde solíamos comer y que era nuestro punto de encuentro, solo pude gruñir:

—¿Qué hiciste?

Ella rió de buena gana, me abrazó, me dio un beso y se guindó de mi brazo. Me hizo un ademán para que nos sentáramos.

Yo insistí:

—¿Qué hiciste?

Me miró con sus ojos risueños.

—Escribí un libro —me dijo.

Debí haber puesto cara de mongol porque se rió tanto que su carcajada casi rompe otra vez mis tímpanos.

Después de recuperarme del asombro dije:

—¿Qué hiciste qué?

—Escribí un libro…

Sonreí. No podía hacer otra cosa. Mi hija tenía la misma capacidad para escribir que un chimpancé conduciendo una motocicleta. Ahora me reí yo al pensar eso.

—Qué bien —me sorprendí oyéndome decir.

Mi hija seguía con la sonrisa en la boca.

Empezó a sacar unos papeles de una pequeña cartera que recién allí me percaté que la había llevado guindada del hombro.

Me extendió unas fotos que al principio a mí me habían parecido papeles. Eran cinco fotos en la que aparecía ella muy guapa y elegante como posando para una portada. Con un fondo de playa a sus espaldas. Como modelo de revista. Esa impresión me dio.

Eran fotos bien logradas y solo una foto tenía escrito palabras. Parecía en realidad la portada de una revista. O un libro.

Después de mirar bien las cinco fotos, alcé la mirada, interrogante, hacia ella.

Ella seguía con la sonrisa en los labios.

—Esa es la portada del libro —señaló la foto que tenía escrito las palabras—. Esa la elegimos todos.

—¿Todos? —yo seguía sin entender.

—Sí —ella recogió las fotos y las volvió a guardar en su pequeña cartera—. Mi mamá y mis hermanos. Ellos me ayudaron a hacer la portada del libro.

Yo hacía esfuerzos enormes por entender.

—¿En serio escribiste un libro?

—Sí.

—¿Y de qué es? ¿De fotos?

Ella seguía sonriendo.

Yo empezaba a entender esa sonrisa. Era de orgullo. De logro alcanzado.

Mi hija había escrito un libro.

—No… De letras.

—Ah. Y… ¿me puedes regalar uno para leer de qué se trata?

Ella volvió a reír con esa risa tan cristalina, tan encantadora. Era mi hija.

—Está en ebook. Tienes que comprarlo. Cuesta uno con noventa y nueve. Está en Amazon.

—¿En serio?

Nos trajeron la comida que habíamos pedido y mi hija comió como si aquella fuese su mejor comida en mucho tiempo.

Estaba sonriente, alegre. Había, al parecer, logrado unos de los propósitos que se había propuesto cumplir.

Yo me limitaba a asentir cada vez que ella mencionaba su logro. Hacía mucho tiempo que no la veía así de radiante.

Aunque aún tenía muchas preguntas que hacerle sobre su logro, decidí que lo mejor era unirme a su festejo.

Y me propuse compartir y disfrutar su alegría.

Mi hija escritora. Mira tú.

31 dic 2015

Promesas de año nuevo...

Promesas de año nuevo...


Empieza como todos los deseos de comienzo de año: "Este nuevo año ahorraré una buena cantidad para no estar como ahora: juntando los centavos para poder llegar a fin de mes… Y de año".

Nos aseguramos, y nos juramos, que esta vez sí. Que esta vez será la vencida.

Respiras profundo, te ves resuelto y bastante decidido que tus amigos (esos pocos que aún te soportan a pesar de ser un don nadie) casi te desconocen.

Y tú hasta amenazas con firmar ante notario esta promesa para solemnizarla y ponerle énfasis a tu promesa.

Pero sabes que tu entusiasmo se irá junto a tu resaca. Y caerás otra vez en el trágico viaje del despilfarro y la holgazanería.

Es tu naturaleza, te consuelas, no lo puedo evitar. Y bajas los brazos, te rindes y tu propósito de año nuevo quedará rezagado para el próximo año, y el próximo, y el próximo... hasta tiempo indefinido.

Ahorrar dinero es incluso más difícil que perder peso. Y es la primera resolución de año nuevo que se abandona. 

Vergonzosamente cierto.

Para que tus buenas intenciones se hagan realidad (y matar definitivamente a ese maldito monstruo devorador de ofertas que habita dentro de nosotros) hay que hacer pequeños ajustes y cambios en nuestro cerebro (que maneja nuestros impulsos), y repetirlos hasta que se conviertan en un hábito. 

O sea, debemos resetear nuestro cerebro a tal punto que olvidemos esa loca y nefasta manía de consumismo que nos asalta cada vez que escuchamos la palabra “oferta”.

Estos son los cinco pequeños-gigantes “trucos” que debes poner en marcha para ahorrar, y que a mí me han dado resultado casi en un 90%.

Y digo casi pues como todo ahorrador he tenido mis recaídas, y he sucumbido al trágico placer de consentirme a mí mismo (ya saben: caprichos van, caprichos vienen), y en muchos casos a mi hija; pero he tenido la fortuna de recobrar la cordura justo a tiempo. 

Primer truco.- Tu primera frase siempre debe ser “no tengo dinero”.

Al final, los asediadores de ofertas que solo van tras tu dinero, se darán por vencido. Y eso dejará tranquilo el dinero en tu bolsillo.

Olvida el objetivo concreto (y no muy lejano). Ahorra porque sí, hazlo una manía.

¿Para qué trazarse una meta si sabes que no la alcanzarás nunca?

Si pudieras alcanzar una meta que te propones no tendrías el problema de ahorrar, ¿verdad?

Cuando menos lo esperes, verás en tu estado de cuenta un pequeño bulto que va creciendo y creciendo.

Tener objetivos te hará perder fuerzas, lo mismo ocurrirá si te fijas plazos temporales cortos o demasiado largos.

Hay que huir de la frustración.

Segundo truco.- Siéntete culpable de derrochar siempre. 

Piensa que es mejor no saber de ofertas ni descuentos; al final todos sabemos a ciencia cierta que terminan cobrándote todo… Hasta el último centavo…

La culpa viene muy bien para convertirse en un ahorrador. 

Darle de vez en cuando a la opción del cajero "ver movimientos y saldo" te hará poner los pies en la tierra.

Tercer truco.- Una opción a tomar en cuenta es Ignorar las subidas salariales y los pagos extras.

Ignora los aumentos. Has como que no existen y como que no te las han ingresado.

Ahórralas. Haz que tu cerebro ni se entere de ese incremento (a veces nuestro cerebro puede ser muy idiota y no enterarse de nada; pasa a menudo).

Un estudio demostró que una subida salarial hace que nuestro cerebro (si nos entusiasmamos en ese aumento) entre en una especie de “shock de la abundancia” que se traduce en ganas de celebrar… y de gastar.

Si tu primera frase es “no tengo dinero” te ahorrarás ese disgusto.

Tu mejor estrategia será ignorar la existencia de ese dinero y seguir con tu “programa” de minimizar los gastos.


A fin de cuentas, ¿qué puedes perder?