Amo dormir. Es uno de los
placeres que aún a estas alturas de mi vida puedo permitirme. Y de los que no me dejan remordimientos.
Nunca estoy pendiente de
la hora de despertarme. No me preocupa. Por lo general suelo despertar faltando
poco para el almuerzo y aun deambulo un rato más por la sala de mi casa
despejando el malestar del insomnio.
¡Qué puedo decir!
Jamás entendí cómo alguien
puede levantarse todos los días, durante toda su vida, a las cinco de la mañana
solo para trabajar. De locos.
Una vez acepté un empleo
de reemplazo en un centro educativo. Fue la experiencia más amarga de mi vida.
La institución quedaba a casi dos horas de donde vivía yo. Y todos teníamos que
marcar la tarjeta de entrada a las siete en punto. ¡Una locura!
Al principio me pareció
un reto bastante aceptable. Lógicamente, lo tomé con humor. Ya saben, por
aquello de probar nuevas experiencias y cosas así.
Grave error.
Acostumbrado como estaba
a levantarme hasta entrada la tarde, no calculé bien los estragos que aquel
cambio de hábitos podría hacerle a mi cuerpo y en especial a mi cerebro.
Sobre todo a mi cerebro.
El primer día tu cerebro
se desconcierta, no sabe qué demonios está ocurriendo. Y lo único que se le
ocurre ordenar al cuerpo, casi por instinto, es que no se levante.
Y si eso no da
resultado, entonces sí que estamos en problemas.
Si, a pesar de todo
hacemos el esfuerzo sobrehumano de levantarnos, nuestro cerebro tiene muchos
recursos de los que echar mano: Es imposible abrir los ojos y los pies se
niegan a dar un paso.
Y si logramos arrastrar
nuestra inerte humanidad casi inconsciente hasta el baño, descubrimos que abrir
los ojos nos duele hasta morir, teniendo esa sensación de tener arena en los
ojos.
¿No me creen? Acuéstense
a las dos am y traten de levantarse tan solo tres horas más tarde.
Es la peor
tortura a la que podemos someter nuestro cuerpo.
Por si aquello no fuera
poco, al día siguiente el malestar que se apodera de ti es horrible. No sabes
qué demonios quieres. Te da una crisis de identidad que te mueres. No sabes si
tienes hambre, si tienes sueño -aunque es evidente que tus síntomas son provocados
por la falta de sueño-, si quieres irte o regresar. No sabes si reírte o
empezar a llorar.
Y la idea de estar
acostado, bien arropadito y descansando se te antoja el cielo.
Y te la pasas contando
las horas para llegar a tu cama y echarte a dormir como oso en invierno. Y eso
en tan solo unas pocas horas.
Pero hay quienes son más
optimistas y tratan de consolarnos que el cuerpo se adapta. Eso es cierto. El cuerpo
se adapta hasta a la tortura. Pero eso no implica que dejemos de sufrir las
consecuencias.
Cuando sentimos dolor o
sufrimiento, el cuerpo tiene esa maravillosa capacidad de adaptación que, a
primera vista, puede parecernos que el dolor o el sufrimiento ha cesado o a
disminuido. Error.
No se ustedes, pero yo
no he visto a nadie que tenga o goce de excelente salud despertándose a las 5
de la mañana. Si bien su cuerpo se adaptará a semejante tortura, las huellas
que este martirio dejará en su semblante y en todo su cuerpo serán para siempre,
a menos que cambie sus hábitos.
La gente del campo se
levanta al amanecer. Sí. Pero su hora de acostarse es prácticamente apenas
empieza la noche.
Sacrificar horas de
sueño solo porque no tuviste el suficiente coraje de hacer de tu vida algo que
valiera la pena, no es algo con lo que yo esté de acuerdo. Que hay gente que
vive así.
Pues allá ellos.
A mí me encanta dormir. ¿A
quién no? Y estoy seguro que todos elegirían quedarse en la cama si pudieran
elegir hacerlo. Sé que a nadie le importaría aquello de “a quien madruga, Dios
lo ayuda”. Pues no creo que por mucho madrugar amanezca más temprano.