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20 dic 2015

Mi dulce ratoncita

Mi dulce ratoncita: Chans Ortega
Llegar a un acuerdo con mi hija es un poco complicado y estresante.

Hay ocasiones en las que, cuando he tratado de hacerla “entrar en razón”, he llegado a pensar que en realidad a quien estoy sermoneando es a mí mismo. Y tengo que necesariamente sacudir mi cabeza muy fuerte para dejar de sentir esa sensación.

Tiene mis mismos argumentos y su razonamiento es parecido al mío. Y para colmo, tiene mi carácter.

En ocasiones como ésta comprendo a su madre cuando se lamentaba que yo era insoportable.

-Hija –resoplé conteniendo el impulso de mechonearla en pleno centro de la ciudad donde habíamos quedado en encontrarnos para pasar nuestro día de padre e hija-, no puedes dejar la escuela para dedicarte al skate.

La gente que pasaba a nuestro alrededor  nos contemplaba con poco disimulo.

Es que también en nuestros gestos al hablar somos un tanto dramáticos. Nos gusta gesticular exageradamente para enfatizar nuestros argumentos.

Ella me miraba con ese gesto de “no me importa lo que pienses, igual lo haré”.

Y entendiendo que, al igual que a mí, no había posibilidades de llegar a un acuerdo razonable, traté de suavizar las cosas.

Como sé que su genio es tan odioso como el mío, y mientras más obstáculos le ponga más se empecinará en hacer lo contrario, traté de aplicarle la psicología inversa.

-Y cuánto esperas ganar con esa cosa de patines? –traté de suavizar mi voz para que ella dejara de estar a la defensiva. 

Sabía que era antisistema, pero por muy empecinada a llevar la contraria a todos que esté, siempre prevalecía su sentido de supervivencia. Y sabía que no iba a arriesgar demasiado mi ayuda económica.

-No es patines, papá –me corrigió ella, con ese ligero brillo de satisfacción que sentía al corregir los errores de los demás-. Es skate. Se hace con una patineta.

-¡Lo que sea! –bufé yo-. Eso no te va a dar para mantenerte decentemente.

-Sí lo hace… -me citó los nombres de algunas mujeres famosas (según ella) que no se me grabaron. Ni tampoco me convencieron.

-Bueno… -yo seguía en mi plan de la psicología inversa- Entonces deberás de empezar a ganar dinero lo más rápido posible para que puedas pagar tus gastos.

Ella me miró con gesto preocupado, y fui yo el que ahora tenía en mis ojos ese brillo de mezquina satisfacción al saberme ganador.

-Ahí entras tú, otra vez –me clavó la punta de su índice en el pecho-. Tienes que ayudarme hasta que yo empiece a ganar dinero con eso…

Su idea me heló la sangre.

 -Lo que me das para la escuela lo usaré para dedicarme al skate…

Demás está decir que hice un berrinche de los mil diablos. 

Ese día me gané una úlcera que no se me quitaba por nada del mundo y hasta los helados que comimos con ella luego de apaciguar los ánimos me supieron horrible.

Tuve varias noches de insomnio, y las pocas que lograba apaciguar el sueño me entraban unas pesadillas horrorosas, imaginando a mi ratoncita (así le digo yo de cariño) toda tatuada y con piercings colgándole por todos lados acompañada de rufianes y maleantes con aspectos aún peor.

Y lo que me ponía de peor humor era esa despreocupación que aparentaba su madre ante todo esto.


Por suerte, ella pareció manejar mejor la situación y mi hija volvió a su cauce.

Aunque a mí me duró varias semanas más los estragos de aquella situación.

Cuando le pregunté cómo había hecho para hacerla entrar en razón a mi hija, solo me respondió: “No le hice caso”.

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