No recuerdo cuándo fue la última vez
que fui de compras. Fue hace muchos años. Yo odiaba hacerlo.
En realidad, yo no hacía las compras. En aquellos tiempos (en mi época matrimonial) ir de compras siempre suponía un desgaste a mi precaria economía y yo me oponía argumentando un sin número de pretextos para no acceder.
Pero cedía. Y como muestra de mi rebeldía a aquel asalto a mi maltrecha economía, me limitaba a regañadientes a acompañar a mi familia a los distintos centros comerciales rogando en mi interior que la cuenta a pagar no excediera el límite de mi tarjeta.
Esta casi siempre salía raquítica después de tanto abuso.
En realidad, yo no hacía las compras. En aquellos tiempos (en mi época matrimonial) ir de compras siempre suponía un desgaste a mi precaria economía y yo me oponía argumentando un sin número de pretextos para no acceder.
Pero cedía. Y como muestra de mi rebeldía a aquel asalto a mi maltrecha economía, me limitaba a regañadientes a acompañar a mi familia a los distintos centros comerciales rogando en mi interior que la cuenta a pagar no excediera el límite de mi tarjeta.
Esta casi siempre salía raquítica después de tanto abuso.
Recuperarme de aquellos ajetreos me
costaba un ojo de la cara.
Cumpleaños, aniversarios, día del amor
y la amistad, navidad… Todos eran pretextos para salir de compras.
Después de mi separación, las cosas empezaron a cambiar para bien de mi economía. Tenía poquísimos gastos.
Los regalos se redujeron a casi cero. Y solo era uno o dos cada año, para mi hija mayor. Y solo me limitaba a darle el dinero para que ella se encargue de comprar lo que con anterioridad ya había separado.
Después de mi separación, las cosas empezaron a cambiar para bien de mi economía. Tenía poquísimos gastos.
Los regalos se redujeron a casi cero. Y solo era uno o dos cada año, para mi hija mayor. Y solo me limitaba a darle el dinero para que ella se encargue de comprar lo que con anterioridad ya había separado.
Y hoy que
accedí a ir de compras con mi hija para regalarle algún detalle por navidad me
encuentro con la penosa tarea de descubrir que debería escoger de regalo para
ella que la hiciera feliz.
-Lo que tú
quieras –me había respondido ella a mi pregunta de qué le gustaría que yo le
regalara.
-En serio –insistí,
desesperado, tratando de encontrar una pista que me llevara a un regalo
perfecto.
Ella rió,
divertida, al ver mi cara de angustia.
-No tienes
idea, verdad? –me recriminó
-No – me replegué,
vencido.
-Ves? Eso es
porque nunca quisiste estar a lado de nosotros cuando hacíamos las compras. Así
hubieras sabido lo que nos gusta a cada uno de nosotros.
Resignado,
tuve que admitir que mi hija tenía razón. Pero en aquellos momentos yo también
tenía mis razones para actuar así.
Pero dejé mis argumentos para otro momento. Besé a mi hija como pidiendo tregua.
Pero dejé mis argumentos para otro momento. Besé a mi hija como pidiendo tregua.
-Me ayudas?
Ella sonrió
de esa manera que me vuelve loco y me abrazó con fuerza. Y yo supe que esta sería
la mejor salida de compras que haya tenido en toda mi vida.
Y eso que sucedió con mi tarjeta lo mismo que sucedía en mi época matrimonial.
Y eso que sucedió con mi tarjeta lo mismo que sucedía en mi época matrimonial.
Pero esta vez
les juro que no me importó. Valió la pena.
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